Del duelo como lucha
Del duelo como lucha
Sobre Historias de desobediencia. Recopilación de crónicas-ensayos (2013-2021), de Cristina Burneo Salazar
Por Pablo Gasparini
Profesor de literatura latinoamericana de la Universidade de São Paulo. Es autor de El exilio procaz: Gombrowicz por la Argentina (2007) y Puertos: Diccionarios. Literaturas y alteridad lingüística desde la pampa (2021).
En portugués “duelo” se dice “luto”, “o trabalho de luto”, cosa que como tantas, en estas lenguas que siempre se desmadran, nos hace pensar o errar, como le gustaba a Perlongher. Porque “duelo” nos remonta, imaginariamente, a doler(¿se?) y etimologicamente a un “dos”, a un par que, en otra acepción del término, se enfrenta y duela, como el Ángel y Jacob al borde de un arroyo. “Luto”, en español nos remite a las muestras de dolor por la muerte de alguien, a llorar por alguien e, inesperadamente, leído desde el portugués, también a lucha (“Eu luto”). En esa conversión de las palabras en emblemas que se viralizan por las redes sociales, y durante alguno de los tantos episodios de brutal patetismo que nos han entregado los últimos años de la vida política brasileña, fue reincidente ese juego de sentidos: frente al “luto” como palabra lúgubre (el luto como crespón negro sobre los faroles que deben amenguar su luz en señal de dolor), algunxs prefirieron postar un desafiante y luminoso “Eu luto”.
Y es desde aquí, desde estos resbales de la(s) lengua(s) que prefiero hablar del libro (y lo digo porque esto no es una reseña sino más bien una carta de afectos) de mi amiga, del último libro de esa grandísima amiga (y brillante colega intelectual) que es Cristina Burneo Salazar. Leerla fue escucharla de nuevo, retomar fragmentos de conversación queHistorias de desobediencia me permitió escuchar en coro y colectivamente, porque la voz de la cronista/ensayista no habla nunca por el otrx, sino que su voz se va diciendo, rulfianamente (o más bien pedroparamente) entre las voces de muchxs, y sobre todo, entre las voces de las que ya no están, de todas aquellas mujeres que la patriarcal máquina de violar y matar pretendió hundir en el limo del olvido y cuyos nombres van escandiendo, como el “Hay cadáveres” del célebre poema, estas crónicas reflexivas o estas reflexiones a partir de la cruda realidad de la violencia de género y de sus más que frecuentes intersecciones con la violencia racial, la de clase y la de la lucha (¿otra vez Pedro Páramo?) por la tierra.
La escritura concisa, contundente, interesada en hacer ver, no tiene nada de crespones negros, y, en este sentido, el luto se convierte en lucha por la visibilidad, y quizás, para ser más exacto, por la audibilidad de la violencia patriarcal, o, más bien, por la audibilidad, por la escucha, de las incesantes víctimas de la violencia patriarcal. Por momentos, durante la lectura, algo me remitía, extrañamente, a mi adolescencia, como si ya hubiera leído este libro, como si el escozor que despiertan algunas de sus páginas (escozor nunca buscado propositalmente, sino mero efecto de las terribles escenas de violencia y humillación que se describen con aguda precisión gráfica) ya hubiera pasado por mi cuerpo. Esas escenas, descriptas sin buscar ningún tipo de especial pathos, narradas tan sólo para hacer ver el horror de la violencia, se me superponían, sin dudas, a las narradas en el tan argentino Nunca más, aquel libro que, azorado, leí con apenas catorce años. “Ni una menos” y “Nunca más”… vaya lemas que señalan o señalaron la pretensión de que la violencia acabase, cuando la misma retorna bajo infinitas formas en nuestras aún limitadas y recurrentemente afrontadas democracias…
Resulta esclarecedor percibir, tras los diferentes crímenes y vejaciones, una estructura común, la de un orden que, como ya nos enseñaba Rita Segato, subyace a las singularidades de cada una de las historias que componen el libro y que escritas durante el intervalo 2013-2021 fueron apareciendo en diarios y medios independientes de países, ámbitos y públicos diversos: Diario Hoy, El Telégrafo, Tiempo Argentino, El Universal, Pie de Página, Revista Común, Letras Libres, La Barra Espaciadora, La Periódica, Revista Amazonas, Dialoguemos EC; Correio da Cidadania, Lundimatin, y los textos elaborados para Corredores Migratorios, el colectivo-medio al que pertenece la autora. Es todo um síntoma que uno de los medios en que Cristina Burneo Salazar ha publicado sus crónicas/ensayos (nos referimos a Plan V) haya, en determinado momento, decidido censurarla al interrumpirle, sin ningún tipo de explicación, cualquier forma de comunicación: un hecho que no sólo nos señala el valor y persistencia de los medios realmente independientes, sino también la fuerza de aquel orden que logra inficionarse incluso en ámbitos que se presentan como pertenecientes a corrientes progresistas del pensamiento cultural y social. Porque aquí no se trata de defender los fosilizados lados que suelen dirimir el debate político en América Latina –en este sentido, me parece reveladora la crónica titulada “El cable de luz”; un relato sobre el despliegue de poder, el maltrato físico, la tortura psicológica, y la violencia policial que toma cuenta de la deportación de un grupo de migrantes cubanos en la Ecuador de Rafael Correa–.
Textos como este resultan insoportables para cierta izquierda latinoamericana. Y es que Historias de desobediencia no se articula desde los lugares instituidos del debate político sino desde los atropellos e iniquidades que caracterizan, a izquierda y a derecha, a nuestra América (estaríamos tentados de decir a las venas abiertas de nuestra América, pero decir “ venas” y “abiertas” nos remitiría a una discursividad que ha sido cooptada, la más de las veces, por entendimentos demasiados rígidos –y en ocasiones hasta doctrinarios– de las desgracias latinoamericanas). Por este seguir el rastro de estos, vamos a decir entonces no venas sino cuerpos, cuerpos que han sido afrontados, abusados, oprimidos, escondidos, eliminados, y sobre todo negados en lo que ellos reclaman de justicia frente a la historia oficial, Historias de desobediencia ordena sus recorridos desde la heterogeneidad de sus voces y testimonios. Desde, precisamente, el valor de la palabra como testimonio (“La palabra manifiesto”), esta recopilación de crónicas-ensayos indaga el archivo oral, popular, colectivo y jurídico de las violaciones y asesinatos de mujeres en Ecuador y otros países de América Latina (“Digo tu nombre”), los abusos a lxs niñxs (“Niñez, esa chispa”), la lucha por el aborto legal (“A favor del aborto”), los padeceres de la migrancia (“La vida en movimiento”), la expropiación estatal/corporativista de la tierra shuar (“Amazónicas”), los efectos sociales y políticos del tan explotado “pánico moral” (“Fundamentalismo y misoginia palabras largas”) y la resistencia que entraña la memoria (“Memoria colectiva”), sección que termina con una bellísima crónica sobre la amistad de la autora con Jean-Luc Nancy, filósofo de quien ha traducido y editado el ensayo Dar Piel.
Las diversas secciones de Historias de desobediencia atestiguan así los incontables caminos que la cronista/ensayista ha transitado en pos de esas voces, pues no habría estas crónicas sin que su propio cuerpo acompañara a las víctimas, a sus familiares y amigos, a periodistas y profesionales que resisten el obsceno orden que justitifica e invisibiliza los crímenes a la par que devalúa, o busca devaluar, la lucha y la memoria. De los muchos periplos, travesías y lugares por la que la autora ha transitado elijo una escena, un lugar no muy lejos, imagino, de su propia residencia, la iglesia de Santa Teresita en Quito. Allí, como se narra en “La iglesia, esa propiedad privada”, un grupo de familias refugiadas colombianas (la mayor parte de sus integrantes, niños y mujeres afrocolombianas) se han recogido en los últimos bancos del templo como refugio ante el desamparo, la persecución y la indiferencia estatal. Rodeado de policías antimotines, el párroco de la iglesia, (el sacerdorte colombiano Fredy Garzón Flórez) y su procurador le comunican a las familias que allí han acudido en busca de cristiana ayuda las siguientes palabras dichas y amplificadas por el micrófono tras el altar: “La iglesia no es para dar abrigo a los desposeídos, no da abrigo a nadie ni es nuestro problema. Esto es una propiedad privada que ustedes están invadiendo y no es asunto nuestro que tengan que irse a la calle. Esto no es problema de la iglesia y ustedes, cristianamente, deben salir de aqui”. Recorto esta escena no sólo por el cinismo de quienes deberían, en razón de su aparente fe, darse a la ayuda al prójimo (el párroco complementará la alocución con estas misericordiosas palabras: “Autorizo a la policía a hacer uso de toda la fuerza necesaria, que es legítima. Con pena en el alma, vamos a usar el poder de la fuerza pública”) sino, y por sobre todo, por el coraje que significa acompañar los periplos de los más desposeídos o indagar los lugares –como en el caso de los “amanecederos” de Ambato descriptos en “Nuestra justicia por Vanessa”– de los vejámenes y homicidios de género.
Quien habla desde la crónica no es aquí alegre flâneur de suburbios o de modernidades urbanas a la que nos ha acostumbrado la tradición de la crónica latinoamericana, sino que es cuerpo que se expone a la vendeta pública de los sectores reaccionarios, al odio mediático de los que promueven el “pánico moral” y, de forma más inmediata y concreta, a la directa represión estatal. Como si cumplieran con las proféticas palabras del clérigo, a la salida de una inócua y burocrática reunión en Cancillería, tanto la cronista como los niños, mujeres y hombres colombianos son dispersos por las calles del centro de Quito a golpe de palos, tanques y explosiones de gases lacrimógenos (ver “ La noche más larga“).
En ese fondo de coraje no dicho, nunca explicitado, pues la cronista opta por cierta discreción que sacrifica la figuración de su vivencia en pro de aquello que está siendo relatado o compartido comunitariamente (apenas sabemos de sus sensaciones y sentimentos por la frecuencia común con las sensaciones y sentimientos de todos), aflora el brillo de la reflexión particular y, en ciertos momentos, saberes de resonancias académicas. En “Cuentos de brujas”, nos encontramos con toda una historización del concepto de aborto, y es también aquí, en esta crónica de vigoroso tenor argumentativo, que se nos recuerda, al reseñar los conflictos entre la ley de los hombres y el cuerpo de las mujeres, que la madre de Sócrates, Fainarate, era partera. En “Manual de buenas costumbres” y con el objetivo de destacar el valor y gesto disruptivo del “Manual de aborto con medicamentos” publicado por la colectiva Salud Mujeres de Ecuador, son citados algunos manuales decimonónicos para el público femenino que aconsejaban, como el de Carreño, la sumisión al orden patriarcal o, como en el caso de Secretos para ser amada de la Baronesa Blanca Staffe, todo un “arte de padecer” como forma de complacencia ante sus maridos. Esta inflexión que conecta estas crónicas con la producción académica de Cristina Burneo Salazar (entendiendo aquí por producción académica los papers, los artículos en revistas especializadas y los libros orientados al público universitario) nos habla de un reconducir la teoría a la práctica o, como lo diría Judith Butler en palabras de Cristina: “La teoría, decía Butler, no se opone a la política, sino que se gesta a otro ritmo, más meditado pero nunca desinteresado por lo que pasa en nuestros cuerpos y en el espacio social” (ver “Una cruz en llamas”).
La forma de ver/escuchar/sentir de la cronista se ve así aguzada por las potencialidades de la reflexión y, agregaría, por esa sutil manera de convertir vivencia en experiencia que permite lo literario. No es inusual que, por ejemplo, en un gesto que no tiene nada de erudito sino de transgresora y bella resignificación, el frondoso archivo de referencias literarias o mitológicas occidentales se vea movilizado para figurar los escarnios de la violencia. Así en “Espejos de agua. Azuay y los asesinatos de las mujeres”, la figura de Ofelia (que convoca la famosa pintura de John Everett Millais) se superpone a la de las mujeres violadas y asesinadas cuyos cuerpos han sido arrojados al espejo de agua de Guachapalo. En la misma crónica, la figura de Caronte condensa la de los barqueros encargados de limpiar el agua de la presa Mazar quienes, entre otros restos, suelen rescatar los cadáveres de las mujeres que no han ido a parar al fondo inmóvi y turbio de la presa. En “Cantar contra el hambre: la lucha de Tsuntsuim”, una de las crónicas que registra y narra la lucha del pueblo (y especificamente de las mujeres) shuar contra la expropiación estatal y corporativista que ha demolido sus casas y aplanado y destruido su tierra, el oído sensible de quien lee y escucha a través de la traducción se pone en juego para traernos, en medio de tanto desastre, el canto de los niños: “Uchichi tsuntsuimiu / Akintiur maji / Nui chinkichich wairainiawai / Chin chin chin chin ajainiawai / Yajasmach chich wairainiawai / Mai tseke ajaniawa”.
En “El paso, los zapatos, la pisada”, crónica en la que se describe la acción de “Zapatos rojos” de la artista Elina Chauvet (por cada mujer muerta se exhiben unos zapatos que dicen su ausencia) se rescata, como un trágico ready made, un microrrelato que bien podría ser una de las historias de aquel formidable cronista que fue Pedro Lemebel: “Yo me llamaba Salomé desde el 2008. Elegí mi nombre como elegí las formas de mi cuerpo: con fascinación de artista. Todo era nuevo, mi voz, mis ganas de llorar, mis senos, la sonrisa. Él no me conocía, pero yo lo veía en la cevichería de mis amigas. Un día nos parqueamos detrás de una mecánica. Póngase en mis zapatos: las ganas, mi cuerpo nuevo, hermoso, de nombre Salomé. Pero algo lo enfurecía, verme, tocarme, desearme. Del deseo más vivo pasó al odio más profundo. Tenía una navaja. Lo primero que pensé es que me podría perforar el pecho. ¿Saldría sangre, silicona, una mezcla de las dos? Cuando me degolló, mató a una mujer, no a otro hombre. Por lo menos si mi lápida dijera mi nombre. Me enterraron como hombre tras asesinarme mujer, como si Salomé no hubiera existido nunca. Pero soy Salomé. Fui Salomé. No me va a encontrar si busca la lápida, pero era yo”.
Cristina recuerda, entre otras mujeres de su familia, a su madre, de quien dice que a los seis años cuidaba a su tío de cuatro. Me recordó a mi hermana que, con nueve, cuidaba de mí, que tenía seis años. Me despertaba, cocinaba el arroz tal vez más deslucido gastronómicamente (pero más extraordinario amorosamente) que he comido, nos calzábamos los guardapolvos blancos y nos íbamos, así de solos, a la escuela primaria del barrio. Recién veía a mi madre al regresar de la escuela, cuando ella ya había salido de la fábrica textil en la que había comenzado a trabajar desde la temprana muerte de mi padre (esa muerte que como la de otros compañeros fabriles fue extrañamente joven, quizás por los incontrolados tóxicos que desprendían las tinturas que teñían los tejidos…). Mi madre, que fue víctima de todo tipo de injurias por la simple decisión de haber salido de su lugar tradicional de ama de casa para convertise en trabajadora y sustentar a sus hijos, mi madre que durante la dictadura, al quebrar la fábrica textil, debió improvisar todo tipo de empleos, de profesora particular de “lengua” a empleada doméstica y que padeció los usuales abusos de tal profesión en aquellos años (comenzando por una paga siempre insuficiente de aquellas familias que se ufanaban de tener una doméstica “culta” capaz de darle clases a sus hijos a la par que limpiaba sus casas), mi madre digo, aquella que se reconvirtió en bibliotecaria y que en los concursos promovidos por la por entonces flamante democracia, consiguió ingresar a la universidad y trabajar como tal.
Mi madre digo, como mi hermana, esas mujeres, son el visor, el estereoscopio, con el que leo las páginas del libro de Cristina. Ellas y también mi hermana melliza, la que no llegó a tener nombre por haber nacido muerta, y esto porque al médico encargado del parto le pareció más importante retirarse a asistir un partido de fútbol que continuar atendiendo a quien era, al fin de cuentas, la simple mujer de un operario de fábrica, de aquel que moriría precisamente (y me permito este retorno) un Primero de Mayo del 77, justo él un Día del Trabajador, ese mismo día que, además, fue en el que las Madres, las gloriosas Madres de Plaza de Mayo, comenzaron a dar sus inclaudicables vueltas…
Siempre pienso que, difusamente, los duelos “privados” se mancomunan con los colectivos y, en este sentido, aquel origen de la palabra duelo, el que lo relaciona a “lucha”, confirma el “luto” y el “Eu luto” del portugués. Cristina Burneo Salazar, en las primeras páginas de Historias de desobediencia, nos llama a “Hermanar duelos”. Es un llamado a atravesar límites, a reconversiones, a hacer del presente el lugar donde se hospeda el pasado para imaginar un futuro porque “Hermanar duelos” es también un “Hermanar luchas” y porque el duelo, el “luto”, quizás sea una de las formas, una de las traducciones más empáticas y transformadoras de la portentosa palabra “lucha”.